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DESMESURA

DESMESURA

Ayer, 19 de marzo, se celebró el bicentenario de la Constitución de 1812 -la primera de España, y conocida como La Pepa- con gran ruído de autobombo y platillos. A las loas propias del evento se sumó el mensaje electroral del PP, como no podía ser de otra forma, y la mirada complaciente a su propio ombligo de un don  Mariano Rajoy encantado de haberse conocido.

Sirvió también el acto como un homenaje a Su Majestad don Juan Carlos I, otro más de los que se vienen prodigando desde que el asunto Urdangarín salpicase a la Casa Real, dado el parentesco que les une. El prestigio -relativo, dado su título de sucesor de Franco- que el Rey adquirió a raíz de restaurarse la Monarquía (sin consultar al pueblo) se ha ido diluyendo conforme ha ido pasando el tiempo y se han aireado algunas cosas que no son, precisamente, muy halagadoras ni ejemplares.

Al parecer, no se hizo mención alguna, ni por el Rey ni por los demás oradores, al papel del Rey don Fernando VII -conocido como el felón- en el devenir de dicha Constitución, que fue derogada a su regreso de Francia, jurada por imperativo popular y vuelta a derogar. Cuentan que cuando la juró dijo aquello tan cínico de Marchemos todos, y yo el primero, por el camino constitucional (o algo parecido; mis neuronas ya no son lo que eran).

Algunos autores dicen que el grito de ¡Viva la Pepa! surgió porque, efectivamente, al promulgarse un 19 de marzo, fue bautizada así por el pueblo, pero que además sirvió para que los liberales, una vez derogada ésta, la aclamasen de ese modo, ya que, como es natural, estaba prohibido hacerlo libremente.

Como todo acto patriótico que se desarrolle últimamente en este absurdo país (acuérdense del 2 de mayo en Madrid), ha sido tal la desmesura de los fastos que superan, con mucho, la barrera de lo lógico; ni en 1808 el pueblo tenía el concepto de Nación que hoy tenemos, ni La Pepa fue tan perfecta, según algunos estudiosos, como nos quieren hacer creer. Es cierto que estableció la igualdad sin privilegios y que pasásemos de ser súbditos a ciudadanos, pero la Iglesia Católica siguió siendo la única oficial, privilegio que, bajo capa, sigue ostentando a pesar de la aconfesionalidad del Estado recogida en la nueva Constitución de 1978.

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